14.Apariencia de superioridad. Figuración. Doctorismo.
En un ambiente de improvisación, de osadía y de confianza en el mañana, el legítimo deseo de "ser más" se convirtió a menudo en apariencia de superioridad. ¿Para qué esforzarse en conquistar una sólida posición por medios legítimos si se podía descollar aparentando lo que uno imaginaba ser?
Los vigilantes. Caras y Caretas, 1906.
"Impresionar" para triunfar fue la norma. La fachada, la pose, la parada, fueron llaves eficientes del éxito. En agitada competencia de trepadores durante un período de intenso trasiego de clases sociales, la solemnidad en el gesto y la palabra rotunda resultaron pasaportes de medro "personal y trampolines de ascensión a las esferas superiores. La arrogancia, de herencia hispánica, se transformó en "suficiencia" y en jactancia sobradora.
El esmero en el vestir y en el calzar fue preocupación fundamental del porteño. Ese desvelo provenía de muy lejos. Había sido una característica de los hidalgos y de los majos de España, inclinados al señorío y enemigos de los trabajos rudos. La heredó el compadre en nuestro medio suburbano.
Finalmente, después de 1880, la Ciudad se llenó de dandys, con trajes cortados por los más afamados sastres londinenses. Los miembros de la clase media imitaron la elegancia de los de arriba; y la clase inferior no quiso ser mucho menos, siquiera en los días feriados. Por lo demás, la especie de los fashionables porteños no era sino una versión "moderna" de los futres, lechuguinos y mequetrefes del Buenos Aires de los tiempos de Rivadavia y de la mucho más europeizada generación del ochenta, recordados por Sarmiento en su sabroso artículo intitulado Fisiología del paquete.
La paquetería general estimuló en el porteño común a refinar el aspecto exterior de su persona, ya que no podía desbastarse espiritualmente con la misma facilidad.
Un periodista español observó allá por el año 1910: "No creo que haya en el mundo una ciudad que aventaje, ni aun ¡guale en sastrerías a Buenos Aires...
Para conseguir trabajo, para tener amigos, para transitar por las calles sin verse humillado o molestamente compadecido, hay que llevar ropa nueva y botines relucientes..."(80)
Los "salones de lustrar", (con el italiano a la puerta invitando al "marchante" con el consabido ¡Se lustra! Gay asiente, cabayero...) constituyeron una verdadera institución en el Buenos Aires de principios de siglo. Treinta años más tarde, otro observador de las costumbres porteñas aseguraba que no había "en el mundo zapatos mejor lustrados que los de los argentinos. . ."(81)
Él uso de lentes "montados al aire" o de "anteojos de carreta" con armazón de carey contribuyó a satisfacer el afán de parecer distinguido y de darse corte o dique.
Asimismo, con el andar del tiempo, el porteño sería "el hombre de los dos pañuelos", a saber: uno de hilo pare usos varios y otro de seda para ser parcialmente exhibido en el bolsillo superior del saco como estilización generalizada de la famosa diamela del doctor-Estanislao Zeballos.
Al cuidado en el vestir se agregó el del peinado. La peluquería fue templo de sortilegios faciales y academia de ornamentación capilar. "Los porteños creemos que un hombre es alguien" -opinaba un humorista- "cuando se sienta en el sillón de una peluquería del centro y pide que le recorten el pelo, le pulan las uñas y le lustren el calzado, todo al mismo tiempo.. (82)
La gomina para el cabello -agente de distinción que recuerda el remoto aceite de potro y la grasa de caracú con la que los indígenas se untaban la pelambre- ha sido considerada como un exclusivo invento de los porteños. No es sorprendente el hecho -en el caso de ser verídico- porque para el hombre del Buenos Aires de entonces la vida consistía, fundamentalmente, en "no despeinarse". (83)
El "género chico" teatral reflejó con agudeza el miramiento en el bien vestir y en la "buena presencia" como ganzúas eficientes del éxito económico y social.
"Metete-conmigo todo lo que quieras; pero con las prendas de vestir... ¡ni en broma!" -previene un personaje del sainete El Pesáo (1913), de francisco Bunarelli.
Otro espécimen de vividor del sainete A falta de pan (1918), de Pedro E. Pico, predica con el ejemplo: "Mantengo mi prestigio" -confiesa- "gracias a la labia y al sastre. ¡Fachada, ciudadano, fachada!... Hay que conservar la línea en todo momento..."
El ansia de parecer importante aguijó a todos. Conquistadas por el europeísmo, la mayoría de las familias patrlcias pudientes se defendieron de la competencia desleal de los rastacueros y del gringo millonario; y la llaneza patriarcal criolla fue sustituida por la tiesura desdeñosa, el empaque inglés y la etiqueta francesa.
Los nuevos ricos extranjeros ocultaban sus orígenes modestos, castellanizaban sus apellidos y solían codearse -hasta entroncar- con la aristocracia de caudales disminuidos gracias a la importancia de sus capital, al casamiento con damas dé alcurnia o a los títulos doctorales y pecuniarios de sus hijos.
El inmigrante que hacía dinero -como vio con perspicacia Santiago Rusiñol en 1910- ardía en general por figurar. En cuanto conseguía cualquier distinción se creía obligado a mostrarse serio, a hablar en voz baja, a pesar las palabras y las acciones, a ir vestido de negro y a tener parada. (84)
La clase media criolla imitó a la gente de alcurnia en lo que ésta tenía de fría reserva y de formalidad. Se esforzó por mantener un tren de vida superior a la solvencia económica y, mientras no llegaba la quiebra, conseguía "salvar las apariencias" y "vivir de relumbrón".
En fin, hasta el Inmigrante frustrado no daba su brazo a torcer y escribía a los parientes y paisanos de la aldea nativa que estaba realizando los sueños que se había forjado al pisar Buenos Aires; y acompañaba a la carta fotografías en las que aparecía como hombre Importante, bien vestido y con sonrisa de triunfador.