12."Viveza". Confianza en el azar, Entusiasmo.
Ciertamente, debajo de la viveza están la haraganería y el disimulo.
La "viveza criolla" -hija de la picardía española y hermana de la astucia y el ardid- deriva de la resistencia a la labor sistemática y agobiadora, así como del desprecio por el ordenamiento racional de la sociedad en la que se vive. La viveza consiste en "estar en todo", aparentando que no se está en nada.
Escenas de café, dibujo de Arrtú. Caras y Caretas, 1906.
El vivo es un realista que medra a costa de la actividad ajena valiéndose de la perspicacia y de la aptitud para "parecer otro".
El hombre primitivo, como el civilizado, se cubre física y mentalmente para defenderse de las acechanzas, las normas y los deberes que se oponen a la libre expansión de los deseos.
La sagacidad, el disimulo, la mentira son armas que permiten salir airoso sin ser descubierto y aprovechar las debilidades y los descuidos del prójimo.
Se miente por flaqueza, por temor de herir o de ser herido, o para "sacar de mentira verdad" o por costumbre.
"Una mentira bien compuesta mucho vale y poco cuesta...", dice el refrán. Evita quehaceres y responsabilidades; logra ventajas inmediatas; y suele adornar y divertir...
El criollo rural aprendió del indio la taimería, y de los animales, las simulaciones y tretas útiles que empleaban para subsistir.
Fue maestro en suspicacias, en el arte de "ver, oír y callar", en "hacerse el sordo" para que le repitiesen las palabras a fin de captar el fondo de las intenciones y preparar los medios defensivos adecuados.
El zorro y el avestruz -símbolos de la maña y del ardid- ofrecieron abundante material aLfabulismo folklórico, y se muestran patentes en el alma del Viejo Vizcacha: cobarde, utilitario, marrullero, descreído, avaro, servil, ratero, holgazán y burlón.
El picaro criollo adaptó al medio rioplatense las artimañas de los hermanos hampones de la Metrópoli decadente de los siglos XVII y XVIII.
Roberto J. Payró, excelente retratista de la picardía americana, se complació en relatar las andanzas de algunos aventureros de los tiempos de la Conquista y las trapacerías de políticos de alto y bajo vuelo de la Argentina de fines del siglo XIX.(68)
El tráfico comercial había crecido en su mayor parte sin nobleza desde los años de la Colonia y los medios de enriquecimiento estuvieron situados al margen de las leyes -como ya hemos visto- cuando se vislumbraba la posibilidad de escapar a las sanciones penales.
Modelos de aprovechadores de la "crisis de progreso" del año 1890 pululan en las novelas La Bolsa, de Julián Martel; en Horas de fiebre, de Segundo I. Villafañe; en Quilito, de C. M. Ocantos, entre otras.
La familia de los vivos porteños es extensa porque la ley del mínimo esfuerzo no admite fronteras. De ahí que las formas y los frutos de ella sean infinitos: desde el embuste y la treta circunstanciales para "salir del paso" o trabajar menos, hasta las mañas deshonestas para "ganar el tirón" a alguien, o la simulación de valentía para "correr con-´fa vaina al más pintado", o el abuso de confianza, el "cuento del tío" y otras defraudaciones.
Si bien la búsqueda del "candidato" no era siempre fácil, el vivo sabía que contaba con la tolerancia y hasta con el aplauso de todos cuando la víctima fuese engañada por ser rematadamente sonsa.
Es significativo el hecho de que la jerga porteña cuente con un centenar de términos para expresar clases, especies y matices de la candidez y de la tontería, de la simplicidad y de la torpeza.
La mayoría de los profesionales del "cuento del tío" fueron seres familiarizados con la mentira y alabados por su astucia, y que, sin proponérselo ellos mismos, llegaron un día más allá de sus primeros propósitos por obra de la estultez codiciosa de los sujetos que se las echaban de vivos.
Los inmigrantes aprendieron en muchos casos las lecciones de los mistificadores que alguna vez los habían hecho víctimas de timos y "cuentos". Un notable ejemplar de esa especie presenta Francisco Grandmontagne en el relato "Circo en el desierto", incluido en la colección intitulada Los inmigrantes prósperos.(69)
En un ambiente pleno de apariencias y de añagazas el porteño común "se caracterizaba por la rápida captación de las intenciones recónditas, así como por la habilidad de sofista para "darle vuelta a las cosas" y volverlas a su favor, convirtiendo la mentira en verdad y los yerros propios en culpas ajenas.
La ilustración proveía al vivo de armas para destacarse en su medio y fuera de él. La brillantez intelectual fue muchas veces una simulación del talento, como verificaron José Ingenieros y José Ramos Mejía en dos ensayos memorables.(70)
Por su parte, Agustín Alvarez denunciaba a principios de siglo XX que los institutos habían impartido instrucción para brillar y no para servir: instrucción intelectual y no educación moral: "el espíritu abogadil en este país de doctores reina en todas las esferas supliendo el hecho ausente con el argumento brillante"...(71)
Ya señalamos en el capítulo IX (Envanecimiento. Vida cómoda) la tendencia a "dejar a salvo" muchas cosas en cada trance, por si acaso, para no comprometerse del todo.
Nuestros comediógrafos contribuyeron a la tipología de la viveza porteña en una extensa galería de piezas en las que se muestran las más variadas formas de la modalidad aludida, Samuel Eichelbaum -dramaturgo especialista en el buceo de la infraconciencia de sus personajes- pone de relieve en su comedia Un hogar (1922) la ligereza desaprensiva de un ejemplar bastante corriente en aquel entonces.
"Eres demasiado vivo" -le recrimina el hermano mayor-; "posees esa viveza que tiene tanto de cinismo y tanta irresponsabilidad que permite tomar a broma las cosas más nobles y serias.