Sin embargo... ahí no más, aja vuelta de alguna esquina o en los "estaños" de los almacenes de San Telmo, de Puente Alsina, de Villa Crespo, podía observar más de un ejemplar de guapo y de compadre que eran réplicas suburbanas de la gente criolla de tierra afuera.
Herederos de las costumbres localesb antieuropeos, vivían acorazados en el ayer y se defendían del presente renovado que los había convertido en seres anacrónicos en su propio ambiente.
Manifestaban las características hispano-criollas del gaucho y del orillero: egolatría y altivez: apatía y resignación ("¡no hay nada que hacerle, che!..."); frugalidad y falta de ambiciones; confianza en el azar y dignidad ante el infortunio ("hay que tener clase para ganar y para perder"); malicia suspicaz ("andar prevenido"); indulgencia ante las faltas ajenas ("¡no juzgués... no te metás!..."); fruición ante el fracaso del ambicioso o del "que las sabía todas" y "que le ganaba a todo el mudo"; desprecio por los "engrupidos" y "faroleros", y valoración del ser íntimo de cada uno; estima por el "hombre derecho"; desconfianza en la mujer; culto de la amistad y de la valentía; amor por las cosas de la tierra y del barrio; soberano desdén por las novedades de gringos y de yanquis...
Diariero, dibujo de Fly. Fray Mocho, 1907.
Ese hombre indolente que vivía de los recuerdos, de los amigos influyentes, del juego y del comité, era un descreído con amor a la tierra; un místico sin fe en el cielo; un estoico sin voluntad; un caballero anticuado y reaccionario en la hora del tranvía eléctrico y del agua corriente; un fatalista ansioso de hacer su real y santísima gana mientras le fuese permitido...
Ultraconservador, solitario y resentido, esperaba la vuelta del Siglo de Oro del arrabal criollo, así como los gauchos de los tiempos de Martín Fierro añoraron los años del gobierno dé Rosas.
Del barro y del alma de ese "hombre que está solo y espera" -que no tenía nada de porteño céntrico-, Raúl Scalabrini Ortiz creó, allá por el año 1930. El hombre de Corrientes y Esmeralda. Sin estilo propio, el hijo de inmigrantes ansiaba convertirse en perfecto hijo de Buenos Aires; y se apoderó de aquella imagen de extramuros transformada en efigie urbana.
El descendiente de extranjeros que había desalojado al compadre de su condición de dueño de casa se esforzó por sustituirlo adoptando su figura y su conducta aunque fuese en forma macarrónica o cocoliche. Hizo tan suyo aquel espíritu que acabó por sentirlo como propio e intransferible. Entre estos "nacionalistas" de nuevo cuño hubo quienes se refirieron a los próceres de la historia argentina como si fuesen sus antepasados, y hablaron con la mayor naturalidad de "la sangre gaucha que corre por nuestras venas"...
El mito de "El hombre de Corrientes y Esmeralda" comprueba dos cosas fundamentales: el enorme poder asimilador de la sustancia hispano-criolla de lo argentino y el hecho de que el porteño de ascendencia italiana -que repudiaba lo que era gringo o gaita- rendía pleitesía, sin saberlo, a un ídolo que, como hemos de analizar en seguida, reunía las cualidades y los defectos del español clásico, y cuya idiosincrasia, maneras, creencias, costumbres y lenguaje, pervivían en el ambiente suburbano de Buenos Aires.
Demos ahora una ojeada a los orígenes hispánicos del carácter que heredó el criollo rural y el poblador de las orillas, así como su transformación por obra del influjo europeo.