Adosadas al muro que separa de la casa vecina, están las cocinas, ocho en total; precarias construcciones de madera y zinc, que más parecen frágiles garitas.
Cuando llueve, ameniza el ruido ametrallante del agua las blasfemias de las vecinas que deben cruzar el destechado patio para llegar a las cocinas.
Después de aquel temporal en que un aletazo de viento tumbó al suelo a la lombarda del segundo patio destrozándole la sopera y derramándole el humeante caldo, las vecinas todas, en un acuerdo defensivo, decidieron cocinar en sus respectivas habitaciones durante los días de recio viento o dura lluvia, rebeldes a la obstinada reclamación del negro Apolinario, encargado del conventillo donde naciera y representante, allí, del dueño, su antiguo amo.
Unas reparaciones sumarias pero sólidas, últimamente efectuadas, prolongaron el servicio del edificio; se reforzaron las maderas del piso, se enmendaron algunas puertas, se recompuso el techo..."
También Leopoldo Marechal ironizó sobre el destino conventilleril de las mansiones, destino que parece revelar, con su vuelta de tuerca grotesca, la falacia de cierta prosperidad argentina.
En Megafón (1970) -entre los ajetreos de las batallas "celestes" y "terrenas" que sostiene el Oscuro de Flores- leemos la descripción del conventillo de la calle Serrano, en el que vivió José Luna, el vendedor de Biblias:
"El conventillo del Tuerto Morales, donde la vocación de José Luna tuvo escenario y coro, erguía su mole de falso castillo medieval en la calle Warnes, y su origen arquitectónico era un misterio para las gentés de aquel suburbio.
Las más antiguas lo daban como el viejo casco residencial de la quinta de los Balcarce, que asaltado por las corrientes inmigratorias de comienzos de siglo no tardó en adquirir la figura de un inquilinato inmenso, gracias a una serie de arrendadores y subarrendadores en forma de sanguijuela, de la cual el Tuerto había sido el último y el que legó su nombre a la coloreada institución.
Con una familia entera en cada reducto, salón y torre almenada, el castillo era teatro de una humanidad que decía sus conflictos a pleno sol o a plena lluvia.
Y los conocí a todos, en cada uno de sus gestos, y los amé porque los conocía. José Luna ocupaba con su mujer Filomena lo que había sido antes la "sala de música" del castillo, y que aún conservaba, ya borrosos en sus paredes, ángeles mofletudos que soplaban trompetas y ángeles entecados que tañían sus arpas, obra quizá de algún decorador italiano, que había transferido a Buenos Aires anacrónicas grandezas del Renacimiento.
En la sala única del púgil se juntaban sin armonizar el comedor, el dormitorio y una cocina de leña, cuyo tiraje pésimo fue un manantial de humo que, sin embargo, nunca molestó en adelante ni a José Luna ni a sus tres discípulos, en las discusiones que mantuvieron sobre las metáforas del Apocalipsis.
Los tres discípulos eran Juan Souto, llamado "el gaita"; Vicente Leone, o "el tano", y Antenor Funes, conocido por "el salteño".
En cuanto a Filomena la mujer del boxeador, se dice que fue un alma en blanco, pese a su gordura esferoidal y su inclinación al chismorreo, por lo cual José Luna decidió meterla en el Paraíso, aunque fuese a patadas, y hacerle adquirir una buena clasificación en el ranking de la Jerusalén Celeste."